Bibliotecas que se heredan

Hace tiempo tomé una decisión íntima, meditada, pero firme: solo compro en papel aquellas obras que considero grandes clásicos, clásicos modernos o esas otras que, por intuición o presentimiento, podrían llegar a convertirse en clásicos algún día. No es un criterio académico ni sistemático. Es, más bien, una declaración de amor. A los libros como objetos, como refugios, como testigos de lo que soy y de lo que fui.

Muchas de esas obras las leí hace años en ejemplares prestados por bibliotecas. Libros usados, tocados por otras manos, con subrayados inesperados y páginas que olían a polvo y memoria. Volver a ellos hoy, tenerlos por fin en mi propia biblioteca, no responde a un simple deseo de posesión, sino a algo más afectivo: quiero que me acompañen. Quiero que formen parte de mi hogar, como esos instantes de felicidad atrapados en fotos o el arcón que guarda la huella de tres generaciones de mujeres Moneth.

Porque sé que volveré a ellos. Una y otra vez. Cuando la vida se me vuelva más lenta, cuando el cuerpo pida pausa y la mente empiece a oscurecerse en sus bordes, esos libros seguirán ahí, latiendo. Me imagino a mí misma como una dulce ancianita—con la tensión alta y una taza de té tibio en las manos—buscando en esas páginas una forma de consuelo. No por nostalgia, sino por necesidad. Porque hay libros que me entienden más de lo que yo me entiendo a mí misma.

Y, sin embargo, no todos los libros merecen ese lugar en mi estantería. He decidido reservar el formato digital para esas lecturas más fugaces: novelas negras, thrillers, libros que se devoran en dos tardes y se olvidan en tres. Son trenes que pasan rápido, historias que se sostienen en la intriga del momento. Una vez que descubres quién lo hizo, cómo y por qué, ya no hay razón para regresar. No necesito que ocupen espacio en mi casa ni en mi memoria afectiva.

Aunque hay excepciones, por supuesto. Algunos clásicos del noir, como El halcón maltés de Hammett o El sueño eterno de Chandler, tienen un tono tan denso, unos diálogos tan afilados, una atmósfera tan literaria, que uno vuelve a ellos no por el misterio, sino por esa extraña elegancia que, como la prosa de Thomas Mann, hiere sin sangrar. Quizás merezcan un rincón entre mis libros de siempre. Por si acaso algún día me encuentro en una residencia de ancianos, formando parte de un improbable “club del crimen de los jueves”, intentando resolver enigmas con otras mentes inquietas entre pastas blandas y risas cómplices. Y para entonces, mejor tener a mano un ejemplar físico de Diez negritos. Intuyo que será perfecto para la ocasión.

Pero esta organización tan doméstica y razonada de mi biblioteca me lleva, inevitablemente, a una pregunta incómoda: ¿qué ocurrirá con mis libros cuando yo ya no esté? Con los físicos, lo tengo claro. Mis hijos podrán heredarlos, abrirlos, oler el papel, encontrar mis anotaciones en los márgenes, una dedicatoria, una marca de café que cuente su propia historia. Serán un legado tangible, con peso, con olor, con textura. Como el ejemplar que conservo de La sonrisa etrusca, que fue de mi padre. Tiene su letra en la primera página, y cada vez que lo abro, siento que él está allí, sonriéndome desde la otra orilla. Eso es lo que hace el papel: guarda presencias.

Los ebooks, en cambio, son otra cosa. La mayoría de las plataformas no venden libros digitales como posesiones, sino como licencias de uso personal. Es decir, lo que compro no es un objeto, sino un permiso temporal para acceder a un contenido. Ese permiso está ligado a mi cuenta, e imagino que morirá conmigo. ¿Mis libros digitales desaparecerán entonces como lágrimas en la lluvia? ¿Como luz de luciérnagas a la luz del día?

Entiendo que es como un alquiler vital: cuando el contrato expira, también lo hace el derecho a disfrutar del bien. Si la plataforma cierra o cambia sus reglas, todo lo leído podría volverse inalcanzable. Y eso nunca ocurriría con Los Buddenbrook impresos.

Sé que existen algunas soluciones: bibliotecas familiares, cuentas compartidas, incluso la posibilidad de imprimir mis notas. Pero me pregunto, si en este último caso, no estaré dejando que hable el ego.

¿Es realmente importante que mis hijos sepan lo que pensé al leer La casa de los espíritus? ¿Querrán abrir, no digamos ya mantener, un cuaderno con mis reflexiones o un blog donde yo dejaba constancia de mis impresiones?

No lo sé. Todo es tan efímero…

Aunque a veces me gusta imaginar que sí. Que un día cualquiera, en un mundo cada vez más tecnológico e impersonal, uno de mis hijos necesite una voz suave, una presencia lejana que le diga: “Aquí estoy. Yo también me hice preguntas. Yo también busqué refugio en la lectura.” Y que entonces abra un libro, o un cuaderno, y sienta que ahí estoy yo, entera, buscándole sentido a las cosas.

Mientras tanto, sigo comprando en papel lo que deseo conservar. No por haber sido seducida por el consumismo, sino por fe. En lo tangible, en lo que deja huella, en lo que se puede heredar sin contraseña. Porque algunos libros, como algunas emociones, solo se transmiten si se tocan.

Y sí, guardaré un ejemplar de Diez negritos para el futuro. Nunca se sabe cuándo empezará la primera reunión del club del crimen de los jueves.


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