
No se puede decir que cumpla ochenta y cinco primaveras.
Ella. Una de aquellos niños de la posguerra.
Una de esas niñas retratadas en escala de grises, con faldas cortas, calcetines blancos y zapatos cubiertos del polvo de calles sin asfaltar.
Acumula ochenta y cinco inviernos.
Ochenta y cinco estaciones en las que ha conocido la miseria, la pérdida, la soledad…
Una soledad que apenas logran mitigar sus hijos y nietos, aunque estén ahí, aunque la quieran.
Y, sin embargo, también ha conocido la ternura de unas manos pequeñas aferradas a su cuello.
Ha aprendido que el amor se cuece lento, que a veces no se parece al de las películas, pero arropa igual.
Que una sopa caliente puede salvar una tarde. Que un abrazo a tiempo puede salvar una vida.
Que hay canciones que aún le hacen cerrar los ojos, y que el mar, por más años que pasen, siempre la conmueve.
No, no fueron solo inviernos.
Hubo veranos de carcajadas, otoños de calma, primaveras inesperadas que llegaron cuando ya no las esperaba.
Y flores. Muchas flores. En forma de libros, de sobremesas, de tardes compartidas, de besos robados a la rutina.
Porque lo malo no es cumplir años.
Lo terrible es no vivirlos.
Lo insoportable es no llegar.
Y ella ha llegado. Con sus ochenta y cinco inviernos. Con todas sus estaciones vividas.
Y, al mirarla, no queda otra que celebrarla.
Porque en cada arruga hay una historia.
Y en sus ojos, aún —sí, aún— hay luz.