El silencio en tiempos de conexión permanente

Vivimos en una época en la que el ruido no solo es constante, sino obligatorio. El sonido ya no se mide solo en decibelios: ahora se mide en notificaciones, en mensajes sin abrir, en pestañas activas. En la necesidad casi biológica de decir algo —cualquier cosa— para no desaparecer del todo. En una cultura donde lo que no se comparte parece no haber sucedido, el silencio se ha vuelto sospechoso.

¿Quién puede permitirse el silencio? ¿Y para qué sirve, cuando todo lo que no se publica parece perder su valor?

Hace unos días, dejé el móvil en modo avión durante casi veinticuatro horas. No hubo una razón dramática. Solo quería recordar qué se siente no estar disponible. Y lo que encontré fue inquietud. Primero, una ansiedad difusa: la sensación de estar faltando a una cita invisible. Después, una calma rara, incómoda al principio, como ponerse una ropa olvidada. Finalmente, una especie de alivio: el alivio de no tener que responder a nadie. De no tener que opinar.

La hiperconectividad nos ha convertido en emisores constantes. No solo compartimos nuestras ideas: compartimos lo que comemos, lo que sentimos, lo que creemos que deberíamos sentir. Nos explicamos sin que nadie lo pida, y a veces sin saber muy bien a quién. Cada silencio se convierte en un espacio que parece necesitemos llenar, aunque sea con frases recicladas o imágenes prestadas.
Pero ¿qué perdemos cuando ya no sabemos callar?

Pienso en los antiguos estoicos y en su idea de la ataraxia, ese estado de calma que solo puede alcanzarse cuando dejamos de reaccionar ante todo estímulo externo. Pienso en José Luis Sampedro, que escribió con claridad y belleza sobre la urgencia de recuperar la lentitud y el pensamiento interior frente a la tiranía de la prisa.
En La sonrisa etrusca, hay silencios cargados de humanidad, de cosas que no se dicen pero se entienden. También en sus ensayos defendía que sin espacios para el silencio, el pensamiento profundo es imposible.
“Nos roban el tiempo, no para dárnoslo, sino para llenarlo de vacío”, advertía.

El silencio no es solo ausencia de palabras. Es también la posibilidad de otro ritmo, de otra profundidad. Es el lugar donde las ideas terminan de formarse, donde las emociones se sedimentan. Es el espacio donde lo vivido puede volverse sentido.
Pero en tiempos donde todo exige una reacción —rápida, pública, llamativa—, el silencio parece una forma de deserción.

Y sin embargo, lo necesitamos.

Estamos rodeados de información, pero hambrientos de sentido. Nos sabemos leídos, escuchados, analizados por algoritmos que conocen nuestras rutinas mejor que nosotros mismos.
Y sin embargo, ¿cuántas veces en el día escuchamos —de verdad— lo que sentimos? ¿Cuántas veces hacemos espacio para el vacío, para el descanso, para la duda? ¿Cuántas veces nos permitimos no saber, no responder, no intervenir?

Silencio no es desconexión emocional. Al contrario. A veces solo en el silencio podemos sentir de verdad, sin el filtro del juicio ni la presión del relato. Hay silencios que abrazan más que mil palabras, que dicen más que cualquier post. Silencios que reparan.

Como los de En busca del tiempo perdido, donde Proust transforma los recuerdos más íntimos en tiempo recuperado. O los de Virginia Woolf en Las olas, donde las voces se suceden entre pensamientos que apenas se atreven a pronunciarse. O los de Hopper, en sus cuadros vacíos, donde la ausencia de sonido se vuelve el centro de la escena.

No hablo del silencio impuesto —el de quienes no pueden hablar, el que censura o margina—, sino del silencio elegido. Ese que se vuelve gesto de autonomía. De resistencia.
En un mundo que nos exige producirnos sin descanso —contenido, presencia, opinión—, callar también puede ser un acto radical.

A veces me imagino una red social invertida. Una donde no se pueda subir nada durante semanas. Solo mirar. Solo estar.
Una donde lo más valioso sea no hablar. Donde el algoritmo premie la espera, la pausa, la lectura lenta.
Una utopía digital de la lentitud.
Pero sé que eso no vende. La economía del clic se alimenta de urgencia. La del alma, de silencio.

Mientras tanto, sigo buscando esos espacios donde no tengo que explicar nada. Donde puedo dejar de ser personaje para volver a ser persona.

A veces es una pieza de piano de Erik Satie.
A veces es el mar.
A veces es una página sin escribir.
Un paseo sin rumbo.
Una conversación sin móvil encima.
Una noche sin notificaciones.

No estoy en contra de las redes, ni de la tecnología. Me encanta sentirme conectada, encontrar belleza en un texto compartido, en una foto que emociona, en un mensaje que llega justo a tiempo.
Pero creo que tenemos que reaprender el valor de lo que no se dice. De lo que no se publica. De lo que solo se queda entre nosotros y el mundo.

El silencio no es vacío.
Es la forma más pura de presencia.
Como escribía Marguerite Duras: “Lo importante no es hablar, sino saber callar. Saber callar es lo que más cuesta.”

Y tal vez, solo tal vez, allí encontremos algo que no necesita ser compartido para ser verdad.


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