Para Clara

Clara lleva tres años sin Luis, y el vacío que dejó sigue ahí, sombrío como la tierra yerma tras un incendio en el bosque. A sus 62 años, ha hecho las paces con la idea de que no habrá otro como él. Nadie que le deje notas en la nevera con un “Te quiero, gruñona”, ni que prepare el café justo como le gusta: con un toque de canela. Sus hijos, Ana y Marcos, se dejan caer de vez en cuando con los nietos, llenando la casa de ruido y cariño. Y los lunes, el club de lectura en la biblioteca le da una excusa para ponerse los pendientes buenos. Pero Clara lo tiene claro: está sola, y así seguirá.

O eso pensaba, hasta aquel domingo, cuando algo vino a trastocar la coreografía tranquila de sus fines de semana.

Como cada mañana, se instaló en su banco, el de siempre, bajo el roble grande. Llevaba El amor en los tiempos del cólera, un termo de té, y la manta que aún guarda un poco del olor de su vida con Luis. El parque es su refugio; el césped un poco seco, los columpios que chirrían, los deportistas, los perros… Todo en su sitio, como debe ser. Pero al abrir el libro, cayó un trozo de papel. Doblado con cuidado, como si escondiera algo importante. Lo desdobló, y se le paró el corazón al leer, en una letra pulcra con tinta azul, una frase sencilla pero inquietante: 

Para Clara. Página 82.

No era un “para ti” cualquiera. Era su nombre. Y le llamaba la atención sobre algo en esa página.

¿Cómo habría ido a parar aquel mensaje a su ejemplar? Miró a su alrededor, desconcertada. Unos niños correteaban en el parque de juegos bajo la atenta mirada de sus padres, por el camino una pareja venía en su dirección empujando un carrito, y allá al fondo, como siempre, el señor del labrador —el mismo que vive en el quinto de su edificio— lanzaba la pelota a su perro. Lo ve a menudo en el parque. Tiene una sonrisa amable y no pasa del “buenos días” en el ascensor. ¿Sería él? No, qué va. Apenas sabe cómo se llama. Además, ¿por qué iba a dejarle una nota?

Frunció el ceño, confundida. ¿Casualidad? Al fin y al cabo la semana anterior había sacado el libro de la biblioteca. Hay otras Claras, seguro. Pero el papel no parecía llevar mucho tiempo allí: aún conservaba ese aspecto de nuevo…

Se lo guardó en el bolso. Y no dejó de pensar en él en todo el día. Mientras picaba cebolla para la sopa, volvió a sacarlo. Para Clara. Página 82. Era demasiado personal. ¿Lo habrían colocado antes o después de que ella cogiera el ejemplar? Pensó en las señoras del club de lectura, pero lo descartó: están más ocupadas en criticar el café aguado de la biblioteca que en escribir mensajes misteriosos. ¿Sus hijos? Ana no tiene tiempo para estas cosas y Marcos anda desbordado con los gemelos. ¿Uno de sus nietos? No, ellos están en TikTok, no en papelitos doblados. Se moría por saber qué descubriría en esa página, pero quería empezar la lectura por el principio, tener algo excitante que esperar durante la semana.

Por un momento, imaginó a Luis, como si desde algún lugar… pero se rió sola:

—No seas ridícula, Clara.

Esa noche dejó el papel junto a la foto de Luis, en la mesilla. Dudó un segundo, y luego abrió el libro por la página 82. Sus ojos se deslizaron hasta el centro del texto, y allí estaba:

Era todavía demasiado joven para saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado.

Clara leyó la frase una vez. Luego otra. Se quedó un rato mirando las palabras como si pudieran descifrarse solas, como si dentro de ellas estuviera escondida una respuesta que no sabía que estaba buscando.

—Márquez…maldito viejo —susurró con una sonrisa cansada.

Cerró el libro con suavidad, como quien guarda algo frágil, y apagó la lámpara.

Durmió con una chispa extraña, como si algo, en algún lugar, hubiera empezado a moverse.


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