Reseña. «La lluvia amarilla», un lamento poético sobre la soledad y la memoria

«La lluvia amarilla», de Julio Llamazares (1988; Editorial Planeta, 1998, 2022 Seix Barral, edición bolsillo, 2022)

Sinopsis:

Andrés, el último habitante de Ainielle, pueblo abandonado del Pirineo aragonés, recuerda cómo poco a poco todos sus vecinos y amigos han muerto o se han marchado a la ciudad. Refugiado entre las ruinas de ese pueblo fantasma, su anciana mente extra­viada por la larga soledad sufrida evoca los días en que compartía su tiempo con su esposa, Sabina, y la desapacible aflicción que sintió cuando encontró su cuerpo yerto en el molino, víctima del suicidio, fruto de la desesperación. Se imagina las sensaciones de quien pronto, quizás un grupo de excursionistas en busca de ves­tigios de otro tiempo, lo encuentre a él bajo el húmedo musgo que ha invadido las piedras, su historia y su recuerdo.

Opinión:

Si alguna vez has sentido la necesidad de detenerte y mirar de cerca lo que la vida ha dejado atrás, La lluvia amarilla es el libro que te hará reflexionar sobre la fugacidad del tiempo y el implacable paso del olvido. Publicada en 1988 por Julio Llamazares, esta novela breve y profunda —apenas alcanza las ciento cincuenta páginas— deja una huella que perdura. Nos lleva al corazón de Ainielle, un pequeño pueblo perdido en los Pirineos aragoneses. Un lugar que parece no existir, pero que, a través de la mirada de Andrés, su último habitante, se hace más real que nunca.

A menudo pensamos que un libro breve no debería ocupar más que unas horas libres. Con La lluvia amarilla ocurre lo contrario: su carga emocional es tan potente que exige pausa, reflexión y, sobre todo, conexión. Andrés nos guía por su memoria, un lugar frágil y quebradizo, donde lo que prevalece no es lo tangible, sino la huella invisible de lo que ya no está: su pueblo, su familia, su vida. La novela no solo es un retrato de la despoblación rural en España, sino una inmersión en la conciencia de un hombre que observa su mundo desmoronarse al ritmo de las estaciones, que marcan la caducidad de todo lo que fue.

La historia se cuenta en primera persona a través de Andrés, cuyo testimonio se desliza entre el presente y el pasado con una fluidez inquietante. Desde el comienzo, Llamazares nos sitúa en un futuro incierto, con una proyección que se mantiene durante las primeras páginas. Este recurso temporal, aunque complicado por la sonoridad del tiempo verbal, crea un tono de incertidumbre y angustia que nunca abandona al lector. No sabemos si lo que Andrés cuenta es real o fruto de una mente cada vez más desdibujada. Ahí reside parte de la magia: en esa duda constante sobre lo que es y lo que no es, sobre lo que recuerda y lo que imagina.

La lluvia amarilla evoca otras obras como Pedro Páramo, de Juan Rulfo —por esa atmósfera casi fantasmal que tiene la desolación— o La hoja roja, de Miguel Delibes, cuyo protagonista también se asoma, ya jubilado, al final de su vida con una mezcla de resignación y lucidez.

Los recuerdos de Andrés son ecos que van y vienen, se solapan y se desvanecen, como sombras al anochecer. La novela plantea preguntas profundas sobre la naturaleza de la memoria y la identidad: ¿qué queda de un pueblo cuando ya no queda nadie? ¿Qué queda de una persona cuando todos los que lo rodeaban han desaparecido o se han disuelto en la niebla del olvido?

En la novela, el verdadero protagonista no es Andrés, sino Ainielle. El pueblo, con sus calles desiertas, sus casas derruidas y su río que arrastra consigo lo que una vez estuvo vivo, se convierte en el alma de la narración. Llamazares nos hace recorrerlo con los cinco sentidos: sentir el frío que baja de Sobrepuerto, escuchar el crujido de las vigas, mirar la fotografía de Sabina —la esposa de Andrés—, que se borra y regresa en su memoria. Cada rincón está lleno de presencias ausentes, de ecos de vidas que se apagan sin que nadie las recuerde.

La memoria es uno de los grandes temas del libro. Llamazares construye su historia sobre la fragilidad del recuerdo. No hay líneas claras que delimiten el pasado del presente; todo se mezcla, se entrelaza, como en la mente de alguien que ya no sabe dónde termina lo vivido y dónde empieza lo olvidado. La memoria de Andrés es tan discontinua como el pueblo que habita: un collage de momentos rotos, de fragmentos que se tocan y se separan al compás del tiempo.

La soledad, en La lluvia amarilla, no se presenta como una simple consecuencia del abandono: es un clima, una sustancia que lo impregna todo. Andrés no está solo porque no haya nadie más, sino porque ha perdido incluso la posibilidad de compartir el mundo. No hay amor, no hay conversación, no hay rutina. Ni siquiera hay recuerdos que le hagan compañía, solo restos fragmentarios que se desvanecen. Esa soledad total, silenciosa y sin consuelo, convierte su relato en un lamento íntimo, contenido, que cala más por lo que calla que por lo que dice.

En un momento, Andrés se pregunta si está muerto, si lo que vive es solo un eco de su memoria. Esta reflexión sobre la muerte y el olvido recorre todo el libro, que se convierte en una meditación sobre la fugacidad de la vida y el inexorable paso del tiempo.

El estilo de Llamazares es otro de los grandes logros de La lluvia amarilla. Su prosa es poética sin caer en el exceso. Cada palabra está medida, buscando no solo la belleza, sino también la verdad. La narración fluye como el viento que recorre los antiguos campos de cultivo, ahora fincas estériles. Su lenguaje —bellísimo— tiene una cadencia suave que convierte cada frase en una imagen y cada imagen en emoción. Olemos la madera húmeda, sentimos el hambre y la soledad, escuchamos el viento entre las ruinas. Todo es táctil y real, aunque al mismo tiempo lejano e inalcanzable.

La lluvia amarilla no es una novela para leer con prisas. Ni siquiera es una historia al uso. Es más bien un canto fúnebre, una despedida, una reflexión sobre lo que queda cuando ya no queda nada. El pueblo de Ainielle, con su lluvia amarilla, es un símbolo de un mundo que se desvanece, de un tiempo que muere, pero también de una belleza que persiste, aunque ya nadie la vea.

Es una novela que exige entrega, pero a cambio nos deja una huella indeleble. Con sobriedad y precisión, Llamazares retrata no solo la despoblación rural, sino también la erosión de la memoria, la huella del tiempo y la profunda soledad que acompaña a quien sobrevive a todo. Para mí, La lluvia amarilla es una de las obras más conmovedoras e imprescindibles de la literatura española contemporánea.

Mi valoración: 5/5

Puntuación: 5 de 5.

Julio Llamazares nació en el desaparecido pueblo de Vegamián (León) en 1955. Licenciado en Derecho, abandonó muy pronto el ejercicio de la abogacía para dedicarse al periodismo escrito, radiofónico y televisivo en Madrid, ciudad donde reside. Ha publicado dos libros de poemas, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), que obtuvo el Premio Jorge Guillén, y un insólito ensayo narrativo: El entierro de Genarín (1981). Ha reunido sus principales artículos en el volumen En Babia (Seix Barral, 1991). Es autor de las novelas Luna de lobos (Seix Barral, 1985), La lluvia amarilla (Seix Barral, 1988) y Escenas de cine mudo (Seix Barral, 1993), que le han situado entre las figuras más destacadas de la narrativa española actual.

FICHA TÉCNICA DEL LIBRO:
Título: La lluvia amarilla
Autor: Julio Llamazares
Género: Narrativa española
Editorial: Booket
Encuadernación: De bolsillo
Dimensiones: 19.0 x 12.5 cm
ISBN: 978-84-322-3994-6
Fecha de publicación: 13/04/2022
Idioma: Español

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