
La visita a la casa de la tía Eulalia siempre era un evento que la familia García temía, pero al mismo tiempo, esperaba con una mezcla de curiosidad y resignación. Eulalia, la anfitriona más excéntrica que jamás habían conocido, vivía en un caserón en las afueras del pueblo, un lugar que parecía sacado de una película de comedia de los años 80. La fachada estaba cubierta de enredaderas que parecían gritar «¡sálvame!», y el interior estaba lleno de muebles que crujían a cada paso. Pero lo que más destacaba en la sala principal era un piano antiguo, cubierto de polvo, que Eulalia insistía en tocar cada vez que alguien visitaba su casa.
Ese sábado, los García —Miguel, el padre; Clara, la madre; y los mellizos Sofía y Lucas―, llegaron a la puerta de Eulalia con una tarta de manzana como ofrenda de paz. Apenas cruzaron el umbral, Eulalia los recibió con un abrazo que olía a naftalina y un grito entusiasta:
―¡Mis queridos sobrinos! ¡Habéis llegado justo a tiempo para mi concierto!
Los gemelos intercambiaron una mirada de pánico, mientras Clara susurraba a Miguel:
―Te dije que debíamos inventar una excusa.
Eulalia, con su vestido de flores descolorido y un sombrero de plumas que parecía haber sido atacado por un gato, los condujo al salón, donde el piano esperaba como un viejo dragón a punto de rugir.
―Este piano ―anunció con orgullo― perteneció a mi bisabuelo, un famoso compositor… o tal vez era carpintero, no recuerdo bien. ¡Pero tocó como si fuera Beethoven!
Miguel, que había oído esa historia unas cien veces, forzó una sonrisa mientras los gemelos se escondían detrás del sofá.
La anfitriona se sentó frente al piano con una solemnidad que contrastaba con el caos de su apariencia. Ajustó su sombrero, se crujió los dedos como si fuera una pianista profesional y, con un dramático movimiento, golpeó las teclas. El sonido que salió del instrumento fue una mezcla entre un gato siendo pisado y un camión descargando grava. Las notas estaban tan desafinadas que Sofía, que tenía un oído particularmente sensible, gritó:
―¡Tía, para, por favor! ¡Eso no es música, es un crimen!
Eulalia, lejos de ofenderse, soltó una carcajada que hizo temblar las lámparas.
―¡Ay, pequeña, qué exagerada eres! Esto es arte, arte puro. ¡Escuchen esta pieza que compuse yo misma: «Oda a mi gallina favorita»!
Y volvió a atacar el piano con una energía que desmentía sus setenta y cinco años. Lucas, que no podía contener la risa, susurró a su hermana:
―Creo que la gallina se suicidó después de escuchar esto.
Clara, intentando ser diplomática, aplaudió tímidamente al final de la «oda».
―Muy… original, tía. Pero, ¿no crees que el piano necesita una afinación? O, no sé, ¿un exorcismo?
Eulalia agitó una mano como si espantara una mosca.
―¡Tonterías! Este piano tiene carácter. Además, ¿quién necesita afinación cuando te sobra pasión?
La visita continuó con más desastres. Mientras Eulalia servía un té que sabía sospechosamente a rancio, el piano, como si tuviera vida propia, emitió un gemido grave que hizo que todos saltaran de sus asientos.
―¡Es un mensaje del más allá! ―exclamó Eulalia, emocionada―. ¡Mi bisabuelo quiere que sigamos tocando!
Miguel, que ya había tenido suficiente, se levantó de un salto.
―Tía, con todo respeto, creo que tu bisabuelo quiere que dejemos de profanar su piano.
Antes de que Eulalia pudiera protestar, Lucas, en un acto de valentía o locura, se acercó al piano y presionó una tecla al azar. Para sorpresa de todos, la tecla se hundió… y no volvió a subir. En su lugar, se oyó un «clic» y una trampilla secreta se abrió bajo el instrumento, revelando un compartimento que escondía unas viejas partituras manuscritas. Eulalia se quedó boquiabierta.
―¡Vaya! ¡Esto sí que es una sorpresa! ¡Con que ahí guardaba mi primera sinfonía! ―gritó sacudiendo unos papeles delante de las caras de los García en los que se podían ver unos garabatos que pretendían ser notas musicales, «Sinfonía para gallinas en Do menor»―. ¡Siempre supe que este piano era especial, pero no tanto!
Los García, entre risas nerviosas y exclamaciones de incredulidad, decidieron que la visita había llegado a su fin. Mientras se despedían a toda prisa, Sofía le susurró a su hermano:
―La próxima vez, le regalamos un xilófono.
Y así, dejando a Eulalia planeando su próxima «sinfonía», la familia huyó del caserón, prometiendo no volver… al menos hasta que el piano estuviera afinado.