La decadencia literaria en la era de la sobreproducción

A lo largo de la historia, la literatura ha sido un reflejo del alma humana, un vehículo para la belleza, el pensamiento profundo y la trascendencia.

Hubo un tiempo en que los escritores, aunque no eran una legión abrumadora, dejaron tras de sí un legado imborrable. Nombres como Homero, Dante, Shakespeare o Cervantes no solo crearon obras maestras, sino que definieron épocas, moldearon culturas y nos legaron un estándar de excelencia que aún hoy resuena en nuestras almas. Sus libros no eran meros productos; eran eventos, hitos que marcaban el paso del tiempo y que se incrustaban en la memoria colectiva de la humanidad. Y no nos vayamos tan atrás, hablemos también de escritores como Mary Shelley, Emily Brönte, Víctor Hugo, Alexandre Dumas, Herman Hesse, Thomas Mann,… y, por supuesto, Benito Pérez Galdós, Camilo José Cela, Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite… todos aquellos cuyas obras hoy se consideran clásicos, clásicos modernos o que destacan en los movimientos literarios de la historia de la escritura.

Sin embargo, miro el panorama actual y no puedo evitar sentir una mezcla de desconcierto y desazón: vivimos en una era de miles y miles de libros publicados y autopublicados cada año (véase nota más abajo) y aun así diría, sin temor a equivocarme, que el 95% de ellos son, en el mejor de los casos, olvidables y en el peor, auténtica basura.

No es una exageración. Basta con echar un vistazo a las listas de best sellers, esas clasificaciones que supuestamente deberían señalar lo mejor de nuestra producción literaria contemporánea. Muchos de esos títulos llegan a la cima no por su calidad intrínseca, sino por el ruido ensordecedor de la maquinaria publicitaria que los impulsa: campañas masivas en redes sociales, reseñas compradas, portadas llamativas diseñadas para atrapar la atención en un scroll infinito. Pero, ¿qué queda de ellos? Pasados no ya unos años, sino apenas unos meses, su huella se desvanece como un castillo de arena ante la marea. Son libros efímeros, productos de consumo rápido que satisfacen un impulso momentáneo pero no resisten el paso del tiempo. ¿Dónde está la sustancia? ¿Dónde está esa chispa de genialidad que hacía que una obra se convirtiera en un clásico?

Creo que el problema radica en varios factores que se entrelazan como las raíces de un árbol podrido. En primer lugar, la democratización de la escritura y la publicación, aunque en teoría es algo positivo, ha abierto las compuertas a una avalancha de mediocridad. Antes, escribir un libro era una empresa titánica: requería no solo talento, sino disciplina, paciencia y, en muchos casos, el respaldo de un editor que apostara por ti. Ese filtro, imperfecto como era, servía para separar el trigo de la paja. Hoy, cualquiera con un ordenador y una cuenta en una plataforma de autopublicación puede lanzar su obra al mundo. Y no me malinterpreten: no estoy diciendo que todos debamos ser genios ni que solo unos pocos privilegiados tengan derecho a escribir. Pero cuando la cantidad prima sobre la calidad, el resultado es una marea de ruido en la que las verdaderas joyas quedan sepultadas.

En segundo lugar, vivimos en una cultura de la inmediatez. Las redes sociales, los algoritmos y la economía de la atención han transformado la literatura en un producto más, sujeto a las mismas reglas que un vídeo viral o un meme. Los escritores, consciente o inconscientemente, se ven presionados a producir rápido, a adaptarse a las tendencias del momento, a escribir lo que «vende». ¿Cuántas distopías juveniles hemos visto surgir tras el éxito de Los juegos del hambre? ¿Cuántas novelas eróticas insulsas aparecieron tras Cincuenta sombras de Grey? No se trata de crear algo perdurable, sino de subirse a la ola antes de que rompa. El arte, que debería ser un acto de introspección y riesgo, se ha convertido en una carrera por la relevancia efímera.

Y luego está el público. Sí, nosotros también tenemos nuestra parte de culpa. Hemos sido entrenados para consumir sin discernir, para devorar libros como si fueran episodios de una serie de televisión, sin detenernos a saborear las palabras o a reflexionar sobre su significado. Queremos entretenimiento fácil, historias que no nos exijan demasiado, que nos hagan sentir bien durante unas horas y luego pasen al olvido. Los clásicos, con su densidad y su exigencia, nos intimidan. Preferimos lo ligero, lo digerible, lo desechable.

Y los escritores, o al menos muchos de ellos, se han adaptado a esta demanda. ¿Para qué esforzarse en pulir una obra durante años si el mercado premia la rapidez y la superficialidad?

Sin embargo, no todo está perdido. En medio de este océano de mediocridad, aún hay autores que resisten, que escriben con el corazón y la mente puestos en algo más grande que las ventas o los «me gusta». Pero son pocos, y encontrarlos es como buscar una aguja en un pajar. Necesitamos volver a valorar la literatura como arte, no como mercancía. Necesitamos editores valientes que apuesten por la calidad, lectores dispuestos a salir de su zona de confort y escritores que recuperen el oficio como un acto de creación, no de producción en masa.

Porque si algo nos enseña la historia es que las grandes obras no nacen de la prisa ni de la complacencia. Nacen del esfuerzo, del talento y de una chispa única que trasciende su tiempo. Hoy hay más libros y más escritores que nunca, pero la calidad literaria se desvanece bajo el peso de la cantidad. Si no cambiamos el rumbo, corremos el riesgo de dejar a la posteridad no un legado de obras maestras, sino un montón de papel reciclable que nadie recordará. Y eso, francamente, sería una tragedia.


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