Ecos de rabia

Solo tenía que correr. Huir de allí antes de que se quemara la mecha que mi maldito padre había encendido minutos antes. Y rápido. Alejarme de casa el tiempo suficiente para que él se hubiera calmado y yo explotado. Decir que estaba furiosa era decir poco; estaba rabiosa. Un grito de impotencia y rabia se formó en mi pecho y subió por la tráquea hasta mi garganta, a la espera del momento en que no me escuchase nadie. Las lágrimas se deslizaban por mi rostro, la nariz me goteaba, pero no hacía ademán de limpiarme. Como una autómata, calentaba y estiraba los músculos junto al muro de piedra que bordeaba la urbanización donde mi familia tenía su casa. Mi mente aún atrapada en la tensa escena que acababa de vivir. El eco de las palabras escupidas con rabia seguían cortándome, y las palabras con las que podría haber contestado calentaban mi sangre, que sentía fundirse como magma en aquel volcán de sentimientos de odio a punto de estallar en el que me había convertido.

Las respuestas acalladas a fuerza de voluntad me hervían la sangre y avivaban los sentimientos de odio fraternales que amenazaban con engullirme. Control. Tenía que mantener el control, intentar pensar en otra cosa. Quizá si me concentraba en mi respiración, poco a poco dejaría de temblar.

No podría aguantar mucho más tiempo esa situación. No sé cómo lo hacía mi madre, por qué razón siempre lo disculpaba después. Y eso era lo peor: la actitud de mi madre. No quería odiarla, pero no entendía cómo podía perdonarle… Con todo lo que suelta por la boca.

Sufría por ella, pero en esos momentos odiaba su debilidad. Los argumentos que de niña me repetía se habían ido apagando hasta convertirse en una mirada silenciosa que me hería aún más que los gritos de mi padre.

—No pienses, respira —murmuré—. Ahora, círculos con el pie derecho, no vayas a provocarte una lesión.

Incapaz de seguir mi propio consejo, continué machacándome el cerebro. Pensando. Cabreándome aún más.

Debiera estar ya acostumbrada a los estallidos de mi padre. Pero no. Según crecí, era peor. Porque ya no me callaba, y cuando mi padre se ponía en ese estado, saltaba en defensa de mi madre, intentando razonar con él. Pero era inútil, solo conseguía exasperarlo más, hasta el punto de temer que me abofeteara. Aunque, en honor a la verdad, de momento no había pasado, a pesar de que asusta cómo el rostro de mi padre va tornándose cada vez más rojo mientras extiende los desprecios hacia mí. Sin embargo, ya me resbalan. No tienen la fuerza que tuvieron en el pasado, porque ya no hay un él que pueda utilizar para atacarme, sacrificado hacía tiempo por amor a mi madre, a mi hermano, con el objetivo de ayudar a mantener la paz familiar.

Y la humillación, que se mezcla con el odio que me carcome por dentro. Un sentimiento que guardo para mí y que no comparto con nadie. Decía estar bien a todo aquel que me preguntaba, al fin y al cabo esa es la respuesta que esperan escuchar quienes preguntan por cortesía. No quiero reabrir la vía de comunicación fluida que en su día tuve con mi ex, ni tampoco entablar una conversación sobre el tema con quien nunca me creyó, y si lo hizo, lo minimizó, incapaz de ponerse en mi lugar. De todas formas, ese ahora también me resbala. Demasiado parecido a mi padre. No entiendo cómo alguien puede perder el control de esa manera, ¿acaso no se dan cuenta del daño que hacen? Los momentos pasan, pero las palabras dichas te encadenan de por vida y permanecen incrustadas en la memoria de aquellos a quien va dirigidas. De hecho, no se olvidan si proceden de la persona que amas. Y yo tengo claro que no quiero convertirme en mi madre. Jamás me ataré a nadie que tenga esos estallidos de ira, ni siquiera por amor.

Sabía que si sonreía y me quedaba callada, eso le jodía. Le desquiciaba aún más. No importa, era lo que buscaba. Que se olvidase de mi madre y se centrara en mí.

Y cuando por fin me dio la espalda para bajar al sótano y encerrarse en aquel despacho rodeado de discos de música clásica, yo hice lo propio. Tras intercambiar la consabida mirada de desprecio con mi madre, subí a mi habitación a vestirme para salir a correr.

Necesitaba respirar. Liberarme de aquellos sentimientos que amenazaban con ahogarme. Soltarme. Solo así podría estar segura de mantener la fachada de indiferencia en mi casa.

Con amigos, en ocasiones alguien se reía del mal carácter de mi padre. Recordaban, a modo de anécdota divertida, ver gritándole a alguien en su despacho de la oficina. Reían, y a mí ni puta gracia me hacía. ¿Acaso sabían aquellos hombres lo que era ser el foco de la ira de mi padre? ¿Cuánto podía machacar a una persona escuchar las palabras de desprecio que solía dirigir? De acuerdo, no siempre actuaba así. Cuando estaba de buenas, uno sí encontraba buena compañía en él. Sabía ser divertido.

Con nosotros era diferente. Incluso si alguna vez hubiera podido reconocer el fondo de las cosas, al perder las formas, entre tanto grito, me era imposible seguir su discurso y mucho menos aceptarlo. Solo podía defenderme o, llegado el momento, mantenerme callada, negándome a contestar, para que aquello terminase cuanto antes.

Acabé de calentar. Me limpié la nariz con el bajo de la camiseta y empecé a andar a buen paso, hasta el borde del mar. Podría hacer unos cinco kilómetros antes de decidir darme la vuelta. Me puse los auriculares, arranqué la lista de música urbana descargada en el móvil y, tras unos minutos, comencé a correr hacia la soledad.


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