Él no soy yo

Hay algo eléctrico en los cuerpos que se mueven al ritmo de la música, en las luces que, como caleidoscopios, giran y reverberan en los rostros de los desconocidos que saltan junto a mí. Me giro y compruebo que algunos de mis amigos aún siguen en la pista, conmigo, en lugar de conformarse con mirar sentados desde la mesa que hemos reservado esa noche. Paula, tan loca como siempre, salta sacudiendo la cabeza de un lado a otro, abriéndonos un hueco imposible entre la marea de gente que ya hay a esa hora de la madrugada. La veo y tengo que sonreír. No sé qué estará bailando, pero seguro que el tema que suena en ese momento, no. Y mientras sonrío, no puedo evitar escudriñar de nuevo el rincón y, sí, ahí está.

Jaime continúa con la vista fija en mí, a pesar de que José le está diciendo algo cerca del oído. «Vale, Annie, no son imaginaciones tuyas. Esta noche Jaime maquina algo. O quizá solo te mira porque tú le miras. Deja de mirar, idiota», me recrimino, nerviosa.

Me obligo a cerrar los ojos para sentir la música y olvidarme de todo lo que no sea letra y golpes de compás. A esta hora, la disco está tan llena que no me caeré. Relajo los hombros y los brazos, giro la cadera y deslizo los pies. Bailo. Me encanta bailar.

Aquella noche había salido con los amigos de la uni. Una terraza, risas y una copa para todos. Una forma de pasar el tiempo. Aceptas muestras de cariño que desean darte y permites que unas manos amigas, al hablar, te toquen.

Al principio solo es un roce inadvertido entre risas, que dejas pasar.

Después se vuelve más atrevido, y es la palma de la mano la que te toca en el hombro cuando te recuestas sobre la silla. Empieza a indicar propiedad, avisa a los demás de que ahora es su oportunidad. Y lo permito.

Luego vamos a un pub. La música suena. Nos vamos a un rincón y tenemos la suerte de que, en ese momento, liberan una mesa con sofás y butacas que la rodean. Una copa más, la segunda, el límite que puedes aceptar para que sea la razón la que posea el control. El volumen de la música…

Y suena una canción cuya letra, sin querer, prestas atención. Solo se requiere eso para tener un flashback. Te muerdes el labio inferior en un intento infructuoso de no caer en lágrimas. No funciona. Tratas de pensar en otra cosa, así que paseas los ojos por cualquier escena que tienes delante, mientras notas esas pequeñas sacudidas previas al llanto.

Desesperada, sigues paseando la vista por rostros desconocidos, hasta que la mala suerte hace que sean los ojos azules de un amigo los que se crucen con los tuyos. Unos segundos. “Él no soy yo”, dice el estribillo, y cambian en tu cabeza los protagonistas de aquella historia. Un instante de comprensión tácita en el que no hay más. Un velo baja el volumen de la música. Quienes te rodean son meras figuras borrosas, no sabes si por las lágrimas. Las palabras no te alcanzan, solo esa mirada y lo que intuyes que pronuncia al fijarte en sus labios:

Annie.

Huyes hacia el mar de cuerpos que se mueven en el centro del local, en tu deseo de dejar todo atrás. El momento ha pasado y solo deseas que la música vuelva a escucharse en tu cabeza. Sientes. Es real. El dolor es real. Tu nombre en boca de otros labios, una mirada de comprensión en otros ojos castaños, tácitos silencios. Y bailas, saltas, y los roces y empujones de los desconocidos te anclan a la realidad. La música electro suena, y eres solo un cuerpo más.

Respiras, pensando que has logrado escapar, hasta que te giras… y ahí está.

—Annie, ¿estás bien?

No. No lo estás. Y de nuevo sientes que están ahí esas lágrimas que te morías por evitar. Traicioneras a las palabras que salen de tus labios, tan sensibilizada a los pequeños gestos de cariño que te negaba el destino. No puedes engañarlo. Ya no.

Un empujón y te encuentras pegada a tu paciente amigo.

¿Es el destino? ¿O solo la gente que baila a tu alrededor?

Aprietas los puños en un intento más por mantener el control, por no ceder a las exigencias de tu cuerpo, del deseo, a las voces que moran en tu cabeza. Esto es real. No quieres traicionar la memoria de un amante ausente ni la de esa niña asustada que aún vive en un rincón de ti.

—Annie…

Esta vez junto a tu oído. Suave. ¿Quizá suplicante?
Al pretender descubrirlo, levantas la mirada… y es tu perdición.
Esos ojos azules te miran directamente, te traspasan. Y ahora eres tú quien ruega para que no pueda ver en tu interior, para que tu rostro no delate la confusión que te producen las voces en la cabeza desde hace semanas.

—Jaime, yo…

Balbuceas incoherencias. No puedes contener por más tiempo las lágrimas.

—Ven aquí, tonta.

Y dejas que un abrazo te arrope.


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