
Esta tarde es de esas en que las manecillas del reloj giran a la izquierda y todo vuelve: las conversaciones de madrugada, las risas cómplices, las apuestas tontas y nuestra chulería…
—No puedes seguir así, Annie, suspendida de una esperanza basada en la remota casualidad. Si quieres, ve a por ello, haz que suceda —me digo, para al minuto siguiente recordar que una promesa de amiga me ata.
Impotente, he subido a todo volumen la música de mi tablet para no escuchar el silencio que visto por dentro, para expulsar de mi mente los recuerdos grabados y las imágenes que nunca fueron ni serán.
Salto, sacudo con fuerza la cabeza, me despeino. Quiero que se vayan. Esta no soy yo, y lo odio. Me odio.
Me clavo las uñas en las palmas de las manos para provocarme un dolor físico que ahuyente al otro. Ese puedo controlarlo. Y salto más alto, canto a pleno pulmón las canciones que me gustan, mientras me repito, como un mantra, que estoy mejor así. Que los dos lo estamos. Quizás, a base de repetirlo, un día termine por creérmelo.
Pasan los minutos y consigo insensibilizar la herida. Quién sabe cuándo atacará el dolor de nuevo. Es traicionero. A veces, solo hace falta un mensaje de WhatsApp para que vuelva a supurar.
Pero ahora, descorro la cortina de lágrimas que nublan mis ojos y me coloco de nuevo la máscara con sonrisa de celofán.
—No, no estoy loca, mamá. Ya bajo el volumen.
Poco después, salgo a correr. Esta vez sola. Llueve en Madrid, aunque no me importa.
En este momento, nada me importa.